 Derek Anthony Redmond
 no ganó ninguna medalla en Barcelona 92, pero sin embargo nos dejó una 
historia inolvidable, una demostración de sacrificio, fuerza de 
voluntad, y de amor entre padre e hijo. Los Juegos Olímpicos de 1992 
debían ser la culminación de su carrera. Era el favorito para el oro en 
los 400 metros lisos, y llegaba en su apogeo físico y mental, tras una 
vida atormentada por las lesiones.
Derek Anthony Redmond
 no ganó ninguna medalla en Barcelona 92, pero sin embargo nos dejó una 
historia inolvidable, una demostración de sacrificio, fuerza de 
voluntad, y de amor entre padre e hijo. Los Juegos Olímpicos de 1992 
debían ser la culminación de su carrera. Era el favorito para el oro en 
los 400 metros lisos, y llegaba en su apogeo físico y mental, tras una 
vida atormentada por las lesiones.
Derek
 Redmond irrumpió con fuerza en el atletismo británico cuando con solo 
diecinueve años batió el récord nacional en 400 metros lisos. 
Transcurría entonces 1985 y los Juegos Olímpicos de Seúl, a tres años 
vista, constituían el objetivo principal del joven atleta. Su 
preparación para los mismos fue impecable: ganó el oro en la prueba de 
relevos 4×400 con su país por duplicado en 1986, tanto en el Campeonato 
Europeo de Atletismo como en los Juegos de la Commonwealth, y al año 
siguiente conseguiría la plata en la misma categoría, por detrás de los 
todopoderosos Estados Unidos. A nivel individual se quedó siempre a las 
puertas del medallero, pero era aún demasiado joven y su progresión era 
magnífica. Su momento estaba aún por llegar.
Pero
 no sería en Seúl... 
Cuatro o cinco semanas antes de los Juegos Olímpicos de 1988, Derek empezó a padecer un fuerte dolor en el tendón de Aquiles. Dejó de entrenar antes de los Juegos, esperando a la desesperada que su cuerpo curara. Pero, solo minutos antes de los 400 lisos, mientras calentaba, el dolor volvió y abandonó antes siquiera de empezar la carrera. En los siguientes meses sería intervenido hasta cinco veces.
A través de este doloroso y desesperante proceso, Derek pudo contar con el inestimable apoyo de su padre, Jim Redmond,
 su mayor valedor, su mejor amigo y su sombra dondequiera que fuera. 
Estaría por supuesto a su lado en 1991, en los Mundiales de Tokyo, 
cuando en el culmen de su carrera llegó al ganar el oro en los 400 
relevos, derrotando a los aparentemente invencibles Estados Unidos en 
una de las mejores carreras de relevo largo que se recuerden.
Y
 así llegamos a Barcelona, el 3 de agosto de 1992. Con un Redmond 
recuperado de su lesión tras una última intervención solo cuatro meses 
antes, en plena forma, con un trabajo descomunal a sus espaldas y con 
sed de metal. La semifinal era un trámite; un paso más hacia la final y 
tras eso una pista lisa hasta el metal colgante. Padre e hijo sabían por
 todo lo que habían pasado hasta llegar ahí. Sabían de lo que era capaz 
Derek. Sabían que iba a conseguirlo.
Disparo de salida.
Arrancan
 todos los corredores. Entre el público su padre está volcado sobre un 
asiento a mitad de grada, tenso como el acero. En cuanto a Derek… está 
volando. Arranca con una fuerza descomunal y pronto sus piernas patean 
el tartán a un ritmo espléndido, situándolo en una cómoda posición en la
 vanguardia. Lo dicho: un trámite. Es demasiado fuerte, ha sacrificado 
más que nadie para estar aquí, no hay forma de que la carrera se le 
escape.
Pero,
 a poco menos de doscientos metros para la meta, nota un chasquido en su
 pierna derecha, seguido de una explosión de dolor. Se echa la mano a la
 parte trasera de su muslo, respingando penosamente mientras todos los 
rivales lo adelantan.
En la grada, a Jim se le viene el mundo abajo. No puede creer lo que está sucediendo. No puede, pero sobre todo no quiere creer.
Derek
 se desploma en la pista sobre su rodilla izquierda, la mano derecha en 
el muslo y la cabeza gacha. Está hundido. Los ojos se le llenan de 
lágrimas, pero no por el dolor de la lesión. A su alrededor la carrera 
sigue, pero todas las miradas están puestas en él. Un equipo médico con 
una camilla corre hacia él para atenderlo. «No, no me voy a subir a esa 
camilla. Voy a terminar mi carrera». Y entonces se levanta. Con la cara 
distorsionada por el dolor, el llanto y la desesperación, empieza a 
avanzar penosamente, apenas apoyando su pierna derecha. Los sesenta y 
cinco mil asistentes captan la épica del momento, la brutal y despiadada
 metáfora de una vida que están presenciando en directo. Una sincera 
ovación empieza a gestarse.
Jim
 salta de su asiento y corre grada abajo, sorteando gente, chocando 
contra ella y al final logrando saltar a la pista. Las medidas de 
seguridad tratan de detenerlo, pero en ese momento nada ni nadie podría 
pararlo. Ha acompañado a su hijo durante toda su vida y en ese momento, 
el más doloroso de su vida, tiene que estar a su lado más que nunca.
Jim
 alcanza entonces a Derek. Preocupado por que su hijo se dañe todavía 
más, le pide que se detenga y ponga fin a ese sinsentido, pero Derek 
está resuelto: sabe que esta puede ser la última carrera de su vida y 
está resuelto a terminarla.
El
 padre agarra al hijo para, de nuevo, tornarse en su apoyo y avanzar 
junto a él hasta la meta. La realidad entonces cae con todo su peso 
sobre Derek, que por un momento deja de andar y abraza a su padre, su 
cara desgarrada por el dolor y la angustia. Pero se ponen de nuevo en 
camino. Para entonces, el público está en pie y la ovación es un 
estruendo, empujando con su fuerza a un cada vez más renqueante Derek 
Redmond. Tras un calvario, ambos cruzan juntos la meta. Entonces la 
fachada del padre se derrumba y se echa a llorar a su vez. Padre e hijo 
se abrazan, desconsolados.
Tras
 la carrera su padre declara a la prensa: «Soy el padre más orgulloso 
del mundo. Estoy más orgulloso de él de lo que lo estaría si hubiera 
ganado el oro. Hace falta tener muchas agallas para hacer lo que ha 
hecho».
Esa
 sería la última carrera de Derek Redmond. Un cirujano enunció el 
dictamen fatal: no podría volver a representar a su país como 
deportista. Pero no se rindió; aún menos lo haría su padre, que animó a 
su hijo a competir en otros deportes en cuanto el atletismo demostró ser
 inviable. Empezó a jugar al baloncesto, y… bueno, se podría decir que 
no le fue mal: llegó a jugar a nivel profesional y fue internacional con
 Gran Bretaña. Mandó una foto firmada del equipo al doctor que dijo que 
nunca podría representar a su país de nuevo.
Por
 si esto supusiera poco reto para alguien cuya carrera deportiva parecía
 sentenciada, decidió entonces dedicar su esfuerzo al rugby, 
con la intención de formar parte de la selección británica para así 
lograr representar a su país en tres deportes distintos. Sin embargo, en
 última instancia se quedó fuera de la convocatoria.
En
 la actualidad Derek cuenta ya con cuarenta y ocho años y se dedicar a 
dar charlas motivacionales, contagiando con su fuerza y emocionando con 
su historia a todo tipo de audiencias, desde trabajadores hasta 
estudiantes. Por supuesto su espíritu competitivo no ha decaído, y es 
paralelamente copropietario del equipo Splitlath Redmond de 
motociclismo, compitiendo en Manx TT, en el Gran Premio de Macao y en el
 Campeonato Mundial de Motociclismo de Resistencia.
Puede
 que nunca gane un título importante con su equipo. Desde luego, nunca 
cosechó un gran número de medallas, como sí lo hicieron Carl Lewis o Paavo Nurmi,
 y en aquella carrera en Barcelona 92 terminaría siendo descalificado 
por recibir la ayuda de su padre. Pero su historia evoca los ideales 
olímpicos tanto o más que las de los más laureados del deporte. Su 
carrera en el atletismo no fue como él la había planeado, pero sin 
embargo fue una de las más bellas.
Artículo sacado de  www.jotdown.es/2013/11/la-ultima-carrera-de-derek-redmond/
El dolor es temporal, pero la gloria dura para siempre (Derek Redmond).
 
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